sábado, 5 de diciembre de 2015

Bombyx mori

Palabras: Fragancia, Inestabilidad, Metamorfosis, Ilusión, Rueda

Otoño de 1937. Cercanías de Mataperdices, una pequeña aldea de las afueras de Soria. Lo que viene siendo lo más profundo de la España profunda. 

Realmente, Carmela no tenía muy claro donde estaba. Ella simplemente se guiaba por las que seguramente fuesen las últimas palabras que oiría de la boca de su madre. “Cariño, por favor, pedalea. Pedalea y no mires atrás.” Y eso había hecho. Llevaba tantas horas en la bicicleta que había perdido la cuenta. El reloj había dejado de funcionar en la huida, y lo único que le guiaba era el sol. Amanecía cuando empezó, y se estaba poniendo ya. Necesitaba parar en algún lugar, no podía seguir el camino de noche. Quien sabría lo que le esperaría si lo hacía. Alimañas, malhechores, soldados, el peligro acechaba en cada esquina.

Entonces se topó con una destartalada señal. A diez kilómetros se encontraba la ciudad de Soria. Venga, sólo un poquito más, tenía pinta de ser mucho más confortable que Mataperdices. Pero la suerte no estaba de su parte. Notó como una de las ruedas dejaba de girar como tenía que hacerlo, y la bicicleta perdió estabilidad tan rápido que no le dio tiempo a reaccionar. La muchacha cayó de lado sobre el camino de arenisca, sintiendo como la piel de su brazo ardía al despellejarse. No pudo evitar soltar un aullido de dolor, e inmediatamente se tapó la boca. A saber quién podría estar escuchándola. Tenía que andarse con cuidado.

-¿Estás bien? – dijo una susurrante y aguda voz a sus espaldas, en tono asustado.

Carmela se levantó y giró tan rápido que estuvo a punto de torcerse los dos tobillos. Sus piernas estaban preparadas para echarse a correr, pero se relajó al ver quién había preguntado. Ante ella se encontraba la mujer más hermosa que había visto nunca. Una figura pequeña y esbelta, rodeada por un puro y ligero vestido blanco, con un lazo del mismo color manteniendo en el sitio a su larga cabellera anaranjada. La piel pálida y pecosa de su cara se sonrojó de inmediato, al tiempo que sus ojos azules miraban con preocupación la sangre que manaba del brazo y las rodillas de la sorprendida Carmela.

-¿Quién eres?                                                     

La desconocida necesitó unos segundos para recomponerse y responder. Se llamaba Joaquina, y vivía en Mataperdices, apenas a unos cinco minutos de donde se encontraban. Si quería podría ayudarle a curar esas heridas, tenía el material necesario en casa. Carmela asintió. No podía decirle que no a esa chica. Había algo en ella que… No sabría cómo explicarlo. Pero tenía que ir con ella. Sabía que su madre le habría dicho que no confiase en extraños, pero todos sus sentidos le aseguraban a gritos que Joaquina no iba a hacerle mal ninguno.

La hermosa muchacha se acercó a ella y la ayudó a limpiarse la herida. El contacto de sus manos frías con su cuerpo le puso la piel de gallina. Cada movimiento de su cabeza provocaba que un olor inconfundible se desprendiese de su roja cabellera. Nunca podría olvidar esa atrayente fragancia de azahar, ese aroma que le erizaba los pelos de la nuca. Cuando Joaquina terminó con ella y le dijo que ya estaban listas para ir a casa, se percató de otra cosa. La mujer llevaba colgada, a modo de bolso, una pequeña cajita de cartón cubierta de encaje blanco, con unos pequeños orificios adornando la superficie.

-¿Qué tienes ahí?

Joaquina respondió abriendo la caja. Unas diminutas orugas blancas se retorcían sobre sí mismas, al tiempo que devoraban las pequeñas hojas de morera. Gusanos de la seda. Se los acababa de regalar una vecina del pueblo, sabedora que le recordarían a su padre, que estaba trabajando en una sastrería de Córdoba.

En apenas un par de suspiros, Carmela pudo dejarse caer sobre una cama por fin. Lo único que quería era dormir, pero la tímida voz de Joaquina acompañada de ese aroma a azahar se lo impidió. Cuanto antes le hiciese la cura mejor, lo sabía, así que se dejó tratar. Además, era una buena excusa para sentir a la muchacha tan cerca. Podría sonar extraño, pero el dolor que sentía durante las curas era compensado con creces por el placer de la presencia de la joven. Ésta parecía haber nacido para ayudar a la gente, y sus manos pasaban ágiles de una herida a otra sin apenas ser percibidas.

Cada roce, cada caricia, cada respiro provocaban agradables sensaciones que recorrían todo el cuerpo de Carmela. Nacían en la humedad de su entrepierna, y causaban tanto una inundación de saliva en su boca como el encogimiento de los dedos de sus pies. En cuanto acabó, Joaquina le recomendó que descansase, que ella tenía que alimentar a sus gusanos de la seda. Pero ahora ya no quería dormir, sólo había ya un pensamiento en su cabeza. Así que se levantó, agarró su delgado brazo, la giró y la besó apasionadamente. Los labios de Joaquina en un primer momento se mantuvieron cerrados, como si de una muralla de carne sonrosada se tratase, pero dos latidos fue todo lo que hizo falta para derrumbarla.

Los siguientes días fueron los más felices en la vida de Carmela. En parte se odiaba por ello, la sombra de lo que ocurriera a su familia seguía posada en todo su ser. Pero Joaquina era la luz que necesitaba para mantenerla controlada. Tenían una casa enorme para ellas solas, y su única ocupación era cuidar de esas blancas orugas como si de sus hijos se tratasen.

Nunca había estado tan cómoda con una persona. Sentía como si la inestabilidad de aquella rueda, la aparatosa caída de esa bicicleta, la primera vez que esa fragancia de azahar entraba en sus pulmones, hubiese ocurrido eras atrás. Recordaba ese momento claro cómo la nieve pero lejano como su primer día en el mundo terrenal. El amor las hizo olvidar lo mal que estaba todo ahí fuera, y no había nada que desease más en ese momento. Olvidar la guerra, la muerte, el hambre y la penuria, y concentrarse solamente en esa bendición pelirroja y aquellas  frágiles criaturillas que vivían en su hogar de encaje y cartón.

Hasta que llegó un momento que pensó que todo iba a cambiar. Carmela despidió con una mirada cariñosa a esas sedosas crisálidas que habían rodeado los frágiles cuerpecitos de los gusanos de seda, y salió a tomar el aire. Como muchas otras mañanas, Joaquina la había dejado sola un par de horas que ella empleaba para hacerse con provisiones en la ciudad. Los pies de Carmela la guiaron, despistados, hasta una habitación de la casa que siempre había tenido la puerta cerrada hasta ese momento. La verdad, nunca se había fijado en su existencia, no debería haber nada importante en ella.

Iba a cerrarla como si nada, pero su instinto la incitó a entrar. Y lo que se encontró no fue más que un austero despacho, con un par de estantes a rebosar de libros y un viejo escritorio en el centro. Estaba a punto de darse la vuelta cuando se percató de la presencia de una pequeña hoja de papel sobre el mismo. Ni siquiera pensó en que quizás no debería leerlo. Lo primero en lo que se fijó fue en que olía a ella, a azahar. Debía de haberla cogido ese mismo día. Y entonces la leyó. Era una carta escrita casi un año atrás por una mujer cuyo nombre no pudo reconocer, escondido por las lágrimas ya secas derramadas sobre ella. Su padre no estaba en Córdoba. Su madre no estaba cuidando de su tía enferma. Sus hermanos no se habían casado ni viajado a la capital. No, nada de eso. Ojalá hubiese sido así. Pobre Joaquina.

Pero no podía evitar pensarlo. Le había mentido. Le había mentido y mucho. La estable, fuerte y sensible mujer de la que se había enamorado no era tal. No era más que una chica asustada y sola, abrumada por la muerte de su familia, que prefería negar antes que sobrellevarla. Quizás lo mejor sería escapar de allí, no podía estar enamorada de una persona tan inestable, a saber qué podría hacer. Pero ni su corazón ni su cerebro opinaban lo mismo. Más tarde no sabría de dónde habrían surgido esas ideas. ¿De su estúpido bazo, quizás? No es que fuese un órgano al que hacer mucho caso.

¿Qué podía decir? Cada uno sobrellevaba ese nuevo mundo como podía. ¿Qué Joaquina fingía que su familia no había muerto, que solamente se había ido de viaje? Bueno, ella misma prefería olvidar a la suya, prefería dejar que esa sombra de tristeza se apagase poco a poco en vez de enfrentarse a ella. No eran tan distintas. Las dos eran chicas asustadas e inestables. ¿Cómo iban a ser? Una maldita guerra transformaba el país a su alrededor. Pero no estaban solas. Ya no. Se tenían la una y la otra. Y si le había ocultado todo eso, por algo sería. No era quién de juzgarla. Así que dejó la carta en su sitio, cerró la puerta y nunca le dijo nada.

Pero no existían finales felices. No en aquella época. No en aquel lugar. La calma era solamente el paso de una tormenta a un huracán. Unos días después, Carmela esperaba de nuevo la llegada de Joaquina. Tenía grandes noticias esta vez. Las pupas habían empezado a abrirse, pronto sus pequeños serían libres y saldrían volando de ahí. No podía esperar a ver la ilusión en la cara de Joaquina al enterarse. Sin embargo, no pudo ser así.

Comenzó a sospechar que algo malo ocurría cuando vio a la joven acercarse corriendo a toda prisa, sin la compra del día. Carmela salió a recibirla, preocupada, y Joaquina se lanzó a sus brazos gobernada por las lágrimas. Tenía que irse. Un par de guardias civiles habían llegado a Mataperdices, y estaban preguntando por ella. Tenía que marcharse. No podía seguir allí, no podía. No podía dejar que la atrapasen, no podía dejar que la hiciesen desaparecer.

“Cariño, por favor, pedalea. Pedalea y no mires atrás.” Y eso hizo de nuevo. No existía un lugar seguro, no existía la felicidad ya para ella. No fuera más que una ilusa enamorada de una ilusión y viviendo en otra. Solamente le quedaba vivir, vivir sin mirar atrás. Pero de repente, una pequeña mariposa blanca revoloteó a su alrededor. Su aleteo revivió la fragancia adherida a su piel, fruto de una húmeda despedida. Azahar. Se dio cuenta de que, de nuevo, estaba equivocada. Porque de ilusiones también se vive. Pedalearía, sí, sin mirar atrás. Pero volvería. Pasase lo que pasase, se prometió que volvería.

**************************************************************

A todo escritor español le llega el momento de escribir algo ambientado durante la Guerra Civil, e non era sen tempo. Gracias por hacerlo pousible con esas elecciones tan raras, fijo que no te esperabas esta temática para nada

PD: antes de que alguien lo busque, no, Mataperdices no existe. O por lo menos, no que yo sepa. 

"No sé de que están hechas las almas, pero la suya y la mía son una sola" 
Emily Brontë

1 comentario: