Palabras: Coronel Homer,
Tornillería S.L., Monte Uluru, Zarzaparrilla, Ancla marina
Un, dos, un, dos, un, dos. Un, dos,
un, dos, un, dos. Su mente lo repetía una y otra vez, como si fuese una canción
que intentaba seguir el ritmo de las botas pisando sobre la arena del desierto.
Un, dos. Nadie hablaba, simplemente corrían. Necesitaban llegar a algún lugar
cubierto antes de la noche. Apenas unas horas antes, eran treinta los pares de
pies que resonaban contra el terreno. Ya solo quedaban siete.
Al Coronel Homer Kelly le habría
encantado decirles que ya podían detenerse, que ya era seguro. Y probablemente
lo fuese. Pero no se fiaba. Tenía la mirada fija en el Monte Uluru, allí
encontrarían refugio. Sabía que los estúpidos fanáticos supersticiosos del
Frente Australiano Nacional temían que los espíritus aborígenes les atacasen.
De hecho, seguramente en el momento en que se adentraron en el parque nacional
habían dejado de perseguirles. Pero aun así, no les mandó parar. Aún no.
Era de noche cuando alcanzaron la
base del monte. Por fin, Homer sintió como si dejase caer por fin un yunque de sus
hombros, y con la garganta rasposa articuló sus primeras palabras en horas.
“Podéis descansar.” Como si un rayo los hubiese fulminado, sus seis
acompañantes se dejaron caer. Al coronel le habría encantado hacer lo mismo, pero esas personas estaban a su cuidado, así que primero debía comprobar su estado.
La gente de a pie, todos eses
civiles inocentes del oeste australiano, veía a los hombres y mujeres de la
Primera División del Frente Nacionalista de Australia simplemente como sus
defensores, héroes incansables sin miedo alguno que no sentían otra emoción que la ira
contra los separatistas. Pero no era así, eran algo más que maquinaria de guerra. Entre esas rocas del frío desierto,
Homer sólo veía a un puñado de humanos, normales y corrientes, asustados y
cansados.
Sólo veía a la cadete Higgins, que se había quedado frita nada más sentarse, al intimidante Matthews sollozando en una esquina por la muerte de su hermana, a la teniente King repartiendo zarzaparrilla entre los soldados, al joven Taylor y al veterano teniente Simmons abrazados y compartiendo cariño junto al fuego, y a la inquieta sargento Nguyen recargando todas sus armas con la poca munición que quedaba. Vale, quizás ella sí que fuese una heroína incansable sin miedo.
Sólo veía a la cadete Higgins, que se había quedado frita nada más sentarse, al intimidante Matthews sollozando en una esquina por la muerte de su hermana, a la teniente King repartiendo zarzaparrilla entre los soldados, al joven Taylor y al veterano teniente Simmons abrazados y compartiendo cariño junto al fuego, y a la inquieta sargento Nguyen recargando todas sus armas con la poca munición que quedaba. Vale, quizás ella sí que fuese una heroína incansable sin miedo.
Homer se alejó un momento del
grupo, excusándose en que iba a mear, y en cuanto salió de su campo visual,
dejó que todo saliese. Sus lágrimas bañaron su piel, su ropa, la arena del
desierto, pero no se permitió emitir ni un solo sonido. Era su líder, no podían
verlo así. Escuchó unos pasos arrastrándose tras él, y en un segundo ya estaba
apuntando al recién llegado con el machete que lleva atado a la pernera de su
pantalón. La bajó enseguida, avergonzado. Era King, ofreciéndole una botella de
zarzaparrilla.
El coronel la aceptó, resignado,
bebió un sorbo y escupió. ¡Qué puto asco! Pero era lo único que tenían, así que
apretó los ojos y bebió más. No habían podido rescatar agua, ni nada de comer.
Esa bolsa llena de botellas de cristal rellenas de esa repugnante y dulce
bebida era el único alimento que tenían. Todo por culpa del estúpido vicio de la general de brigada, adicta a
ese líquido, del cual había surtido la base en abundancia. Vieja, inútil e
inteligente vaca, que dios la tuviese en su gloria.
Al día siguiente, Homer, acompañado
de Nguyen, Taylor y Higgins, exploraba la zona en busca de agua. O por lo menos, les
había dicho a sus soldados que era su único cometido. Obviamente, agua
necesitaban, sobre todo si lo único que tenían para beber era esa mierda. Pero
también había escuchado rumores de que en el Monte Uluru se habían refugiado
partidarios del oeste que habían huido del régimen oriental. Y quería saber si
los rumores eran ciertos.
El avistamiento de una pequeña
edificación en el aba de la formación rocosa pareció darle la razón. Antiguamente
nadie podría haber construido ahí al ser una reserva natural, pero llevaban
cinco años de guerra civil, habían tenido tiempo de sobra. Por si acaso, pidió
a Taylor y a Higgins que les cubriesen desde un alto, y él y Nguyen se acercaron
a la casa. “Tornillería S.L.” se podía leer en el cartel de la entrada. El
coronel miró a la sargento extrañado. Parecía español. La mujer corroboró que
se trataba de ese idioma, pero que por lo que sabía, tornillería era una tienda
de tornillos. No tenía ningún sentido. Homer se encogió de hombros, supuso que
su compañera se había liado con la traducción, y petó en la puerta, con el arma
cargada en la otra mano.
-¡Adelante! -indicó una potente voz femenina desde el interior.
Homer y Nguyen entraron en
formación de a dos, con las armas listas para disparar. Y fueron recibidos de
la misma manera, con los cañones de una docena de pistolas distintas
apuntándoles a la cabeza. La misma voz de mujer que les indicó que entrasen
ordenó que todo el mundo depusiese las armas, y la obedecieron enseguida. Lo mismo hicieron los soldados. El coronel no podía dejar de sorprenderse.
Acababan de entrar en un bar repleto de gente armada a los pies del Monte
Uluru. Ver para creer.
El coronel se acercó a la barra,
seguido por la sargento, al otro lado de la cual se encontraba la persona que daba las órdenes
allí. Se trataba de una mujer alta y corpulenta, con un tatuaje de un ancla
marina en la frente. Se presentó como Jefa, mote que según ella le habían
puesto sus “clientes”, y que prefería usar antes que su verdadero nombre. Había
que proteger a la familia. Confirmó lo que habían sospechado. Claro, ¿quién iba
a abrir un bar en el medio de la nada en medio de una guerra? Españoles, por
supuesto.
La mujer les invitó a un par de
botellas de agua. Tuvo que probar ella un poco de ambas para demostrarles que no
estaban envenenadas, y entonces bebieron con avidez. Por fin, algo que no era
la puta zarzaparrilla. Era el paraíso. Más tranquilo, ordenó a Nguyen que fuese en
busca de Taylor y Higgins, mientras que él continuó hablando con Jefa. ¿Cómo
había llegado hasta allí? No le respondió. ¿Por qué había abierto un bar?
¿Cómo? ¿Cuándo? Tampoco le contestó.
Lo único que pensaba decirle era
que su establecimiento era neutral, allí no había bandos. Todos sus clientes
eran refugiados de ambos lados del conflicto que habían hecho del Monte Uluru su hogar
durante esa estúpida guerra. No eran muchos, pero tampoco pocos. No tenían
mucho con qué pagarle, pero bueno, ella realmente vendía agua y poco más, así
que tampoco pedía demasiado. Y esa mochila llena de zarzaparrilla sonaba muy
tentadora.
-¿Por qué Tornillería S.L? –preguntó
Homer con curiosidad.
-Porque no vendo tornillos.
-No lo entiendo.
-Australiano tenías que ser… -respondió Jefa con
una carcajada.- Es un chiste, no vendo tornillos, así que la llamo Tornillería.
¿Qué querías, que le llamase Agua Embotellada de Mierda S.L.? Así no voy a
atraer clientela.
-No lo entiendo. ¿Atraer clientela?
Si no tienes competencia. Y realmente clientes tampoco, no son más que gente
perdida que necesita un techo y agua para no morirse deshidratada, básicamente.
-De verdad, días como hoy entiendo
por qué este país está en guerra. Sin sentido del humor no se puede vivir en
paz.
Homer seguía confuso. ¿Se estaba
burlando de él? Quizás la mujer no se expresaba bien en inglés. Sí, sería eso.
El semblante de la española se convirtió en una risa al ver su cara. Le dijo
que no importaba, que dejase de darle vueltas al nombre. Que lo que importaba
era que ahora estaban a salvo de toda esa muerte sin sentido. ¿Muerte sin
sentido? Ahora insinuaba que la causa que había llevado a tantos amigos a la
tumba era por nada. El coronel se incorporó, enfadado, rompiendo el vaso que
tenía en su mano. Sólo la conveniente llegada de Nguyen y Taylor impidió que se
abalanzase sobre la mujer, aunque no que le gritase como un poseso.
-Vamos a ver –replicó Jefa- Yo lo
siento bonito, pero no puedo entender como alguien puede defender esta guerra. Vamos,
ninguna en general. Me parece un concepto estúpido. Seguro que ni siquiera
sabéis por qué peleáis. Y no me vengas a decir que es por defender a vuestra nación de unos
fanáticos, como me han dicho tantos otros. Todo empezó por una trifulca
política de mierda que se podía haber resuelto con una puta disculpa. Pero si hasta los dos
bandos se llaman ridículamente igual, ¡no me jodas! ¿Frente Australiano Nacional y
Frente Nacionalista de Australia? ¿De verdad? Ya sólo por eso es imposible
tomaros en serio. Llevo casi quince años viviendo en este país, pensé
que sería distinto al mío. Tenía entendido que aquí la gente era más civilizada,
que no alzaría las armas por cualquier mierda. Pero estaba equivocada. El retraso
mental parece ser algo universal. Puedo entender que la gente luche, sé
que no os queda otra a muchos. Lo entiendo, de verdad. ¿Pero qué defiendas esta mierda de guerra? No, no lo entiendo. Y lo peor es que incluso los que saben que está mal, la consideran la mejor solución
para acabar por la vía rápida, por la vía fácil, ¡tócate los pies! ¿Pero acaso no es mejor tardar más, buscar una
solución más difícil, si se puede evitar un derramamiento de sangre? ¿No ves que en cuanto los
dos bandos pensáis que estáis haciendo lo correcto con esto, ninguno podéis ser los buenos? Muchas americanadas veis me parece a mí.
Pues si no estás de acuerdo con que este puto enfrentamiento no tiene sentido vete coño,
idos y no volváis. Yo aquí sólo atiendo a gente necesitada de verdad, gente que
quiere una vida sin muerte, gente que sabe que todo esto está mal.
El discurso resonaba en su cabeza
mientras se alejaba del bar. Sólo lo acompañaban Taylor y Higgins. Nguyen, la
dura y fuerte Nguyen, la heroína incansable y sin miedo, había resultado ser
todo lo contrario y se había quedado atrás. Había creído en las palabras de esa
extraña española con un ancla en la frente y se había decantado por vivir en
paz, por dejar las armas. Bueno, era una gran pérdida para su ejército, pero
también lo eran las otras treinta personas que habían perdido el día anterior. El coronel Homer dirigió una última mirada atrás, una última lectura del cartel de esa
Tornillería S.L. a la sombra del Monte Uluru. Nada, seguía sin entender el
chiste. Dio un trago de zarzaparrilla que le dio náuseas. “Porque no vendo
tornillos.” Seguro que si le preguntaba por qué se había tatuado un ancla le diría "Porque no soy un barco". Imbécil.
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"La guerra ha sido la norma, y la paz, la excepción."
Susan Sontag
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