viernes, 4 de diciembre de 2015

Verde malaquita

Palabras: Verano, Locura, Sueño, Infancia, Droga

Ella, con esos hermosos ojos verdes que no se desprendían de los suyos. Ella, con esa media sonrisa de labios finos que apenas dejaba entrever sus dientes perfectamente blancos. Ella, con esa melena larga y dorada, ese halo de rayos de sol que enmarcaban la cara de la perfección. Ella, con esa piel que era a la vez lo más suave y lo más firme que sus manos habían tocado. Ella, con ese dulce olor a melocotón que inundaba sus fosas nasales de frescor. Ella, con esa musical risa, más placentera que los cantos de un coro de ángeles. Ella, la que volvía locos sus cinco sentidos, la que provocaba sensaciones en su cuerpo que ni siquiera era capaz de aventurarse a describir. Ella, lo último que vio hasta que el sonido del despertador le hizo abrir los ojos de golpe y despedirse de sus sueños. Él suspiró. Un nuevo día.

Llegaba tarde, así que se lavó la cara, se acicaló como pudo, cogió una manzana para desayunar por el camino y salió a toda prisa, sin despedirse de sus padres. Corrió calle abajo lo más rápido que pudo, pillando el autobús por los pelos. Se entretuvo durante el trayecto devorando poco a poco la pieza de fruta, un poco ácida para su gusto, quizás. Bajó del autobús, entró en clase, y pasó seis horas con la mirada perdida en el encerado y los oídos bañados por sonidos a los que no conseguía encontrarle sentido ninguno. Comió entre sus amigos, sin apenas prestar atención ni a lo que metía en la boca ni a lo que le decían. Volvió a clase, y otro tanto de lo mismo. Ya se hacía de noche cuando volvió a casa. Charla insulsa con sus padres, cena, un poco de tiempo con el ordenador y a dormir. Por fin.

Allí estaba ella otra vez. Ese verano casi media vida atrás, cuando él no era más que un crío de doce años. Bajo el sol, sobre la arena, sumergidos en el regalo divino que eran las brisas de aire fresco esos días de calor sofocante. Pero no había nada que lo refrescase más que esa mirada, que esos ojos brillantes, que esa sonrisa. El sabor de esos labios, a mar, a libertad, a unicornio de chocolate cagando arco iris. No sabía cómo describirlo, pero no había encontrado en toda su vida nada que trajese tanto placer a sus papilas gustativas.

Ella, con su pequeña mano agarrando la suya. Y la de él, tratándola como el más preciado tesoro, como si esos cinco dedos de porcelana fuesen lo más valioso y frágil que existiese en el universo. Le acariciaba la cara, y sus dedos se detuvieron en la pequeña cicatriz circular que nacía sobre la comisura de sus labios. No tuvo oportunidad de preguntarle cómo se la había hecho, pero podía asegurar que era la imperfección hecha perfección. Y volvía a despertarse.

Otro día empezaba, otra vez igual. Dieciséis horas que tenían que pasar lo más rápido posible hasta regresar a ella. Despierto no era capaz de recordarla, no podía ver en su mente nada más que sus ojos. Eso era algo que el día no podía hacerle olvidar. Lo único de ella que no se quedaba olvidado en el mundo de los sueños hasta la noche siguiente. Esos ojos verdes. Tal era su obsesión que toda hoja de papel que caía en sus manos acababa decorado por ellos. Había tardado meses en descubrir el color adecuado para representarlos tal y como los recordaba. Verde malaquita, así se llamaba.

Odiaba al mundo, al destino, a Dios, a Alá, a la reina de Inglaterra, a quien hiciese falta. Le daba igual. Los odiaba a todos por haberlos separado tras ese verano, por no haber sido capaz de encontrarla más que en sus sueños. Le encantaría poder hablar de ella con sus amigos, con su familia, ¿pero cómo iba a contarles la verdad? Lo llamarían loco. De hecho, ya lo sospechaban. Pero no lo estaba. 

Ella era su droga, ella era todo lo que necesitaba. No es que hubiese sido un yonqui de tomo y lomo, pero había probado las suficientes para saber que nada era tan adictivo como ella. No había nada que necesitase más que ir a dormir y reencontrarse con ella. Era su hambre, era su sed, era su razón de vivir. Hacía años que vivía para soñar, y soñaba para vivir. Apenas hablaba con nadie, apenas le importaba nada. Si no hablaba de ella, ¿para qué hablar?

Y otra noche más, volvió a su cama, volvió adentrarse en ese verano de su pasado, en esa persona que tanto lo fascinaba. Esta vez el agua del mar bañaba sus tobillos, y gotas transparentes caían por esa perfecta piel como si fuesen joyas de cristal. Las besaba y era como besar el tesoro de alguna reina mora de la antigüedad, ¿para qué rubís, zafiros o esmeraldas, existiendo esa prístina piel?

El sonido más horrible que podría imaginarse le hizo despertar. Ni uñas arañando pizarra, ni la rabieta de un bebé, ni la explosión de una bomba nuclear, ni mil hienas aullando a la Luna. Nada era ni remotamente comparable a ese detestable zumbido que le arrebataba su droga. Se tapó los oídos, y gritó al cielo que se parase. Finalmente dejaron de timbrar, y aliviado pudo volver a sus sueños, regresar con ella, al único lugar en el que podían reencontrarse.

Al mismo tiempo, al otro lado de la puerta, una joven se alejaba del timbre. Le había parecido escuchar gritos ahí dentro, pero no podía estar segura. ¿Qué estaba haciendo? Tantos años buscando la dirección de ese amor de infancia, malgastando horas y horas en esa cabezonería, para que cuando llegase ni le abriesen la puerta. Seguramente ni siquiera seguiría viviendo allí. Había sido una pérdida de tiempo, una locura de juventud. Tenía que madurar ya, y dejar ese pasado atrás. Se miró a un espejo del vestíbulo antes de irse. Su mirada quedó fija un instante en esos ojos decepcionados que le devolvían la mirada. ¿Cómo había dicho su tía que se llamaba ese color? Ah, sí. Verde malaquita.

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Para conocer el otro lado de esta historia, leer Azul indignado, y para el desenlace, Verde y azul, y más.

"Si deseas que tus sueños se hagan realidad, ¡despierta!" 
Ambrose Gwinnett Bierce

Podéis encontraros a esa chica de ojos verde malaquita en Chocolate, bálsamo e Izal

Gracias Chinín por esta elección tan profunda.

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