Palabras: Verano, Locura, Sueño,
Infancia, Droga
Ella, con esos hermosos ojos verdes
que no se desprendían de los suyos. Ella, con esa media sonrisa de labios finos
que apenas dejaba entrever sus dientes perfectamente blancos. Ella, con esa melena
larga y dorada, ese halo de rayos de sol que enmarcaban la cara de la
perfección. Ella, con esa piel que era a la vez lo más suave y lo más firme que
sus manos habían tocado. Ella, con ese dulce olor a melocotón que inundaba sus
fosas nasales de frescor. Ella, con esa musical risa, más placentera que los
cantos de un coro de ángeles. Ella, la que volvía locos sus cinco sentidos, la
que provocaba sensaciones en su cuerpo que ni siquiera era capaz de aventurarse
a describir. Ella, lo último que vio hasta que el sonido del despertador le
hizo abrir los ojos de golpe y despedirse de sus sueños. Él suspiró. Un nuevo
día.
Llegaba tarde, así que se lavó la
cara, se acicaló como pudo, cogió una manzana para desayunar por el camino y
salió a toda prisa, sin despedirse de sus padres. Corrió calle abajo lo más
rápido que pudo, pillando el autobús por los pelos. Se entretuvo durante el
trayecto devorando poco a poco la pieza de fruta, un poco ácida para su gusto,
quizás. Bajó del autobús, entró en clase, y pasó seis horas con la mirada perdida
en el encerado y los oídos bañados por sonidos a los que no conseguía
encontrarle sentido ninguno. Comió entre sus amigos, sin apenas prestar
atención ni a lo que metía en la boca ni a lo que le decían. Volvió a clase, y
otro tanto de lo mismo. Ya se hacía de noche cuando volvió a casa. Charla
insulsa con sus padres, cena, un poco de tiempo con el ordenador y a dormir.
Por fin.
Allí estaba ella otra vez. Ese
verano casi media vida atrás, cuando él no era más que un crío de doce años.
Bajo el sol, sobre la arena, sumergidos en el regalo divino que eran las brisas
de aire fresco esos días de calor sofocante. Pero no había nada que lo
refrescase más que esa mirada, que esos ojos brillantes, que esa sonrisa. El
sabor de esos labios, a mar, a libertad, a unicornio de chocolate cagando arco
iris. No sabía cómo describirlo, pero no había encontrado en toda su vida nada
que trajese tanto placer a sus papilas gustativas.
Ella, con su pequeña mano agarrando
la suya. Y la de él, tratándola como el más preciado tesoro, como si esos cinco
dedos de porcelana fuesen lo más valioso y frágil que existiese en el universo.
Le acariciaba la cara, y sus dedos se detuvieron en la pequeña cicatriz
circular que nacía sobre la comisura de sus labios. No tuvo oportunidad de
preguntarle cómo se la había hecho, pero podía asegurar que era la imperfección
hecha perfección. Y volvía a despertarse.
Otro día empezaba, otra vez igual.
Dieciséis horas que tenían que pasar lo más rápido posible hasta regresar a
ella. Despierto no era capaz de recordarla, no podía ver en su mente nada más
que sus ojos. Eso era algo que el día no podía hacerle olvidar. Lo único de
ella que no se quedaba olvidado en el mundo de los sueños hasta la noche
siguiente. Esos ojos verdes. Tal era su obsesión que toda hoja de papel que
caía en sus manos acababa decorado por ellos. Había tardado meses en descubrir
el color adecuado para representarlos tal y como los recordaba. Verde
malaquita, así se llamaba.
Odiaba al mundo, al destino, a
Dios, a Alá, a la reina de Inglaterra, a quien hiciese falta. Le daba igual. Los
odiaba a todos por haberlos separado tras ese verano, por no haber sido capaz
de encontrarla más que en sus sueños. Le encantaría poder hablar de ella con
sus amigos, con su familia, ¿pero cómo iba a contarles la verdad? Lo llamarían
loco. De hecho, ya lo sospechaban. Pero no lo estaba.
Ella era su droga, ella
era todo lo que necesitaba. No es que hubiese sido un yonqui de tomo y lomo,
pero había probado las suficientes para saber que nada era tan adictivo como
ella. No había nada que necesitase más que ir a dormir y reencontrarse con
ella. Era su hambre, era su sed, era su razón de vivir. Hacía años que vivía
para soñar, y soñaba para vivir. Apenas hablaba con nadie, apenas le importaba
nada. Si no hablaba de ella, ¿para qué hablar?
Y otra noche más, volvió a su cama,
volvió adentrarse en ese verano de su pasado, en esa persona que tanto lo
fascinaba. Esta vez el agua del mar bañaba sus tobillos, y gotas transparentes
caían por esa perfecta piel como si fuesen joyas de cristal. Las besaba y era
como besar el tesoro de alguna reina mora de la antigüedad, ¿para qué rubís,
zafiros o esmeraldas, existiendo esa prístina piel?
El sonido más horrible que podría
imaginarse le hizo despertar. Ni uñas arañando pizarra, ni la rabieta de un
bebé, ni la explosión de una bomba nuclear, ni mil hienas aullando a la Luna. Nada
era ni remotamente comparable a ese detestable zumbido que le arrebataba su
droga. Se tapó los oídos, y gritó al cielo que se parase. Finalmente dejaron de
timbrar, y aliviado pudo volver a sus sueños, regresar con ella, al único lugar
en el que podían reencontrarse.
Al mismo tiempo, al otro lado de la
puerta, una joven se alejaba del timbre. Le había parecido escuchar gritos ahí
dentro, pero no podía estar segura. ¿Qué estaba haciendo? Tantos años buscando
la dirección de ese amor de infancia, malgastando horas y horas en esa
cabezonería, para que cuando llegase ni le abriesen la puerta. Seguramente ni
siquiera seguiría viviendo allí. Había sido una pérdida de tiempo, una locura
de juventud. Tenía que madurar ya, y dejar ese pasado atrás. Se miró a un
espejo del vestíbulo antes de irse. Su mirada quedó fija un instante en esos
ojos decepcionados que le devolvían la mirada. ¿Cómo había dicho su tía que se
llamaba ese color? Ah, sí. Verde malaquita.
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Para conocer el otro lado de esta historia, leer Azul indignado, y para el desenlace, Verde y azul, y más.
"Si deseas que tus sueños se hagan realidad, ¡despierta!"
Ambrose Gwinnett Bierce
Podéis encontraros a esa chica de ojos verde malaquita en Chocolate, bálsamo e Izal.
Ambrose Gwinnett Bierce
Podéis encontraros a esa chica de ojos verde malaquita en Chocolate, bálsamo e Izal.
Gracias Chinín por esta elección tan profunda.
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