domingo, 24 de enero de 2016

Aldonza de Vizcaya

Palabras: Amor, Gato, Zapato de tacón, Esperanza, Flores

Aldonza repasó una y otra vez la tira de cuero que acababa de coser al resto de su creación. Le había llevado meses de trabajo, de cálculos y estudio, pero creía que ya estaba. En apenas unos días Doña Sancha podría probárselos, y la felicitaría y recompensaría por su éxito. Quizás la ayudaría a montar un comercio, dónde podría hacer muchos más y vendérselos a la gente acaudalada de la región. Y hasta acudirían reinas y princesas, y comerciantes y mercaderes y magnates de lejanas ciudades y reinos, y sería conocida desde Finisterre hasta la Tierra Santa.

Con una sonrisa de par en par, Aldonza se movió como llevada por una nube a través de los pasillos del castillo, hasta que llegó a los aposentos de Doña Sancha. Mientras ella dormitaba a pierna suelta en su alcoba, la ilusionada joven revoloteó de un lado para otro en las estancias, limpiando y ordenando las pertenencias de su señora.

Como siempre, no pudo evitar detenerse a admirar el rosal que crecía como una cascada de rosas desde los jardines hasta la ventana. Acarició los pétalos con cariño y reverencia, pensando lo mágico que era que hasta las más hermosas de las flores vigilasen a la señora en sus dulces sueños. Acercó con parsimonia su pecosa nariz a una de las flores, y se alimentó del fragante aroma que desprendía.

Entonces escuchó como se abría la puerta de la alcoba principal, y se movió presta a recibir a Doña Sancha Díaz de Haro, la hermosa hermana menor del señor de Vizcaya, bostezando cual osezno. Aldonza la acompañó a su tocador, y durante la hora siguiente se encargó de maquillarla, peinarla y vestirla mientras charlaban risueñas sobre los chismorreos del reino.

Al tiempo que Aldonza acababa de recoger sus dorados cabellos en un elaborado moño, Doña Sancha le preguntó cómo llevaba su invento. La dama de compañía se puso colorada, y respondió con ilusión que ya quedaba poco, que en apenas unos días podría probarlo y que sabía que le encantaría. La joven noble rio, le acarició las manos y le dio las gracias por todo antes de bajar de la silla y despedirse para atender a la comida familiar. Aldonza aguardó inmóvil con la espalda recta a que dejase sus estancias, contó hasta cien y entonces se escabulló como alma que lleva el diablo.

Mientras recorría los pasillos intentando no ser vista, no podía evitar pensar en lo orgullosa que estaba de sí misma. No sólo tenía en sus manos un gran invento que podría convertirla en una de las mujeres más adineradas de Castilla y en la envidia del resto de plebeyas, sino que haría muy feliz a Doña Sancha. Y es que a pesar de que era una de las nobles más hermosas que Aldonza había visto, tenía un problema que la impedía destacar sobre las demás, y que le había hecho ganar el  desprecio de numerosas damas de las cortes.

A Aldonza le parecía una necedad, pero ellas en cambio le imprimían una enorme importancia. Y es que Doña Sancha medía a duras penas poco más de vara y media, alcanzado su cabeza la altura del escote de la mayor parte de las mujeres que conocía. Aldonza había sido su dama de compañía y mejor amiga desde que habían florecido, y sabía que siempre se había sentido inferior por ello. Pero la solución estaba a punto de llegar.

Sumergida en sus pensamientos, al tiempo que olía la base del rosal en los jardines, se sobresaltó cuando una presencia apareció tras ellas. Pero el susto se transmutó casi instantáneamente en pasión cuando sus labios se fundieron con los suyos. No existía nada en el mundo que la hiciese sentir tanto calor como esa boca, esos labios, esa lengua…

Tras unos pocos segundos, que se le antojaron aun más breves si cabía, sus bocas se separaron y dio un paso atrás para poder admirar a Nuño de arriba a abajo. Aquellos ambarinos y felinos ojos que le devolvían una contenida mirada rebosante de deseo no hacían más que acrecentar su parecido con un gato, una elegante y sigilosa criatura que aparecía y desaparecía en apenas un instante, sin que nadie, ni siquiera ella, fuese capaz de percatarse.

Las fuertes y callosas manos de Nuño sostuvieron las suyas, finas pero desgastadas, con una ternura infinita. Antes de que él fuese capaz de contarle lo que quería, ella no se pudo contener y se arrojó de nuevo a sus labios. Llevaba un par de semanas sin verlo, y necesitaba sentir su cuerpo contra el suyo todo lo posible. Pero aunque a Nuño le costó decidirse, finalmente la detuvo, susurrándole que se había escapado de una reunión con el resto de guardias por hacerse un regalo a la vista, pero que tendría que irse pronto.

Aldonza miró hacia abajo, no quería que viese la decepción en su rostro, y el hombre agarró con un solo dedo su afilado mentón y la levantó con suavidad hasta que sus ojos se cruzaron de nuevo. La conocía demasiado, sabía perfectamente que esa felina mirada la tranquilizaba más que nada. Con suma consideración, Nuño añadió que antes de despedirse quería hacer una cosa.

Había encontrado algo acompañando al señor de Haro a Pamplona, y en cuanto lo vio supo que tenía que ser para ella. Pero mejor que no le preguntase como lo había conseguido. Aldonza era consciente de la gran habilidad de Nuño en el antiguo arte del hurto, así que asintió, mejor no saberlo. Las ágiles manos del joven rodearon su cuello, y acto seguido sintió como una fría pieza de metal se dejaba reposar sobre su escote.

Aldonza, emocionada, agarró el colgante y estuvo a punto de derretirse allí mismo cuando lo vio de cerca. Una rosa plateada, torpemente grabada, pero perfecta a su manera. Sobre todo teniendo en cuenta quién se la había regalado. Levantó la cabeza para agradecerle el detalle, pero había desaparecido. ¡Condenado y silencioso gato! No se había dado ni cuenta, como siempre.

Esa misma noche, Aldonza presumía ante Doña Sancha de su nueva joya, aunque obvió decirle de quien era, y su señora y amiga evitó insistir. La noble sabía perfectamente que no se lo contaría, los padres de Aldonza la habían colocado lo suficientemente bien como para casarla con algún ricohombre o caballero, y no con un plebeyo de baja estrofa cualquiera, y no revelaría su secreto a nadie.

Hacía bien, ojalá ella tuviese el valor suficiente para ignorar a sus padres, y evitar unirse de por vida a algún noble castellano aleatorio que la despreciaría toda su vida por su ínfima altura, al igual que todos las demás. Aunque quizás el invento de Aldonza le ayudase con ese tema.

Unas horas después, al son de los ronquidos de su señora, Aldonza admiraba su obra. Se había desvelado pensando en lo poco que quedaba, y no se había dado por satisfecha hasta que la hubo terminada. Se secó el sudor nervioso de su frente con la manga del camisón, e iba a guardarlo bajo su cama cuando sintió unos brazos alrededor de su cintura.

Esa vez no se asustó, ya estaba acostumbrada, sino que se giró rápidamente y con el impulso suficiente como para arrojar a Nuño sobre su cama. Él se rio silenciosamente y maulló juguetonamente, lo que aceleró el corazón de Aldonza y la acaloró por completo. Pero esta vez fue ella quien se contuvo. Solo era un momento, se dijo. Se dio la vuelta, y rebuscó algo entre sus cajones de roble.

Nuño se sentó, extrañado, y quiso saber qué hacía, a lo que ella respondió que no era el único que había tenido tiempo para presentes en esas dos semanas. Sostuvo entre sus manos un fardo de tela negra y entonces lo extendió para que lo apreciase en todo su esplendor. Era la primera vez que veía la sorpresa en sus ojos, y lo degustó con placer. El hombre se quedó paralizado, como un gato hipnotizado por la luz de un candil en medio de la noche, mientras Aldonza lo instaba a erguirse y a darse la vuelta, y le colgaba la capa negra con un detallado y amenazador gato dorado bordado en su dorso.

En cuanto la hubo anudado, Nuño la cogió por la cintura y la apretó contra su cálido cuerpo en un apasionado abrazo. Aldonza, orgullosa de haberlo sorprendido por fin, lamentó que ahora tuviese que quitársela, a lo que él contestó que no era necesario, antes de regalarle una perversa sonrisa que hizo temblar las piernas de la mujer. Y de repente, sus piernas temblaron más aun cuando escucharon el estruendo de las campanadas de alarma de la villa. Alguien había penetrado las murallas.

Aldonza miró suplicante a Nuño. Por favor, no tenía por qué ir, un guardia más uno menos, ¿a quién le importaba? Pero sabía que no iba a hacerle caso. Bastó que se girase al oír a Doña Sancha salir de su alcoba para que él se desvaneciese en las sombras. No…

Pero ella no podía hacer nada, era una dama, no sabía luchar, lo único que sabía hacer era esperar. Así que agarró las manos de Sancha para intentar calmarla y se sentó. Se preguntaba cuánto estaría durando el eterno, cuando sonaron las campanas de nuevo. Más intrusos habían entrado… Se llevó una mano a la rosa de plata que colgaba entre sus senos. Nuño…

Tenía un mal presagio, no podía dejarlo solo. No sabía luchar, no sabía defenderse, pero tenía que hacer algo. Así que pidió unas rápidas disculpas, soltó las manos de Doña Sancha y se dirigió corriendo a la ventana. La luz del alba ya se asomaba tímidamente en el horizonte, así que podía ver sin problema su amado rosal.

Desoyendo los gritos de su señora, las lágrimas de sangre de sus extremidades y los lloros de sus ropajes por los rasguños sufridos, descendió por el rosal como si de una escala se tratase. Cualquier otro día le habría parecido una locura, pero en ese momento la lógica había perdido el gobierno de su cerebro. Ignorando el dolor, se descolgó de las dañadas plantas, se descalzó y echó a correr hacia el sonido producido por los gritos y el choque de acero contra acero.

No tardó en encontrarse con la encarnizada lucha, pero evitó prestar atención a los cadáveres y a los desmembramientos. Sus ojos parecían funcionar solamente para encontrar a Nuño, cualquier otra cosa estaba bloqueada para ellos. Pero hubo algo que sí que pudieron reconocer, y fue una negra y rasgada capa con un animal dorado bañándose en un charco de sangre. Nuño, no…

Entonces a sus oídos llegó una voz que reconocía mejor que la suya propia, y supo que era él. Sus pies la llevaron hasta allí sin pensar, y ahí estaba él, con una fea hendidura en su costado que manchaba su espalda de sangre y un enorme caballero frente a él, listo para embestirlo. De nuevo, Aldonza no pensó. El mundo entero se volvió borroso, y de repente se encontró a si subida a los hombros de ese endemoniado invasor, mordiendo con tanta fuerza su cuello que pudo sentir la carne y la sangre en sus confusas papilas gustativas.

El tiempo se detuvo, pero a la vez se aceleró. No sabría cómo describirlo. Puso los pies en el suelo, pero se sintió flotar, vio a Nuño, le sonrió, y él le respondió con un grito. Y entonces se vio poseída por un dolor sin parangón, y todo se volvió rojo primero, negro después, y por último, nada.

Doña Sancha llegó corriendo a las habitaciones del servicio, dónde una criada la guió al lecho dónde reposaba una pálida y débil Aldonza. Lo que la mujer le susurró sobre su estado la dejó devastada, pero mantuvo la compostura. Ya tendría tiempo de llorar, su amiga no podía verla así. Se arrodilló junto a ella y la cogió de la mano que tenía libre, ya que la otra se negaba a separarse de esa rosa que reposaba sobre su pecho.

Los ojos inyectados en sangre y desvaídos de su dama de compañía parecían estar haciendo un gran esfuerzo para simplemente permanecer abiertos, y sintió como la tristeza estuvo a punto de tomar el control de sus emociones. Pero la habían educado como a toda una dama, sabía cómo mantenerlas a raya. Murmuró a su amiga que había sido muy valiente, pero muy estúpida, y que esperaba que nunca volviese a hacerlo. Y Aldonza respondió, con un tono que dio a entender que sabía perfectamente que no podría volver a hacerlo, que lo único que quería saber era si su Nuño estaba bien.

-Sí, claro querida, tú lo salvaste –respondió con un nudo en el garganta.

-Gracias señora, necesitaba saberlo. Y por cierto, -añadió con voz apagada y temblorosa- ¿probó mi invención?

-Sí amiga mía, y funcionan a las mil maravillas. Gracias a ti no me sentiré como una enana entre las chismosas damas nunca más –contestó antes de besarle en la sudorosa frente.

Una sonrisa. Una cansada sonrisa fue lo último que salió de Aldonza antes de apagarse para siempre. Doña Sancha, incapaz de derramar una lágrima ante el resto de sus súbditos, abandonó a toda prisa las estancias del servicio y corrió hacia sus aposentos.

Allí se encontró con el desastre que ella misma había causado al enterarse del destino de Aldonza, la carta hecha añicos que le comunicaba la muerte del guardia que su amiga había intentado rescatar, y unos zapatos con una especie de taco bajo el talón que se habían destrozado en cuanto los había probado. Los recogió con cariño, los abrazó y se echó a llorar, desconsolada.

Por lo menos había conseguido hacerla sonreír. Por lo menos había logrado que la esperanza no abandonase su espíritu en sus últimos momentos, a pesar de que tuviese que mentirle para ello. Recogió los pedazos de papel y les echó una última mirada desconsolada antes de arrojarlos por la ventana. Esperaba que los dos se reencontrasen ahí arriba. Porque ella era Aldonza de Vizcaya, y si hubiese vivido habría sido conocida desde Finisterre hasta la Tierra Santa, y no se merecía menos.

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*Como apunte, no existían zapatos de tacón en esa época, por si a alguien le falla algo en la historia.

"Mientras hay vida hay esperanza." 
Teócrito 

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