Palabras: Zócalo, Sábana bajera,
Oxímoron, Plutón, Mussolini
Pietro despegó los ojos del
telescopio y los frotó con parsimonia, cansado. Llevaba toda la noche intentando
ver la lluvia de estrellas, que se suponía que iba a ser
fascinante. Sin embargo, como debería haber imaginado, la contaminación lumínica de Milán lo hacía imposible, como siempre. Pero bueno,
ya vería grabaciones el lunes en el trabajo. Ventajas que tenía ser astrónomo.
Pietro guardó el telescopio en su
funda y se dispuso a volver a casa. Había estado tan concentrado que no se
había percatado del cambio de temperatura, pero hacía un frío que pelaba. Entró
corriendo en busca de calor, y frotaba las manos la una contra la otra para
descongelarlas cuando un par de cálidas manos las envolvieron con ternura. Oh dios, justo lo que necesitaba.
Miró hacia arriba para encontrarse
cara a cara con el dueño de esas reconfortantes manos, y lo besó con ternura en
los labios. Gianni le acarició los brazos para ayudarle a entrar en calor e
intentó besarlo de nuevo, pero Pietro lo apartó. Nada hasta que se recortase
esa barba como dios manda, ya lo sabía. Su novio frunció el ceño y fingió
enfado, replicando que se afeitaría mientras el loco plutonista escribía su
artículo.
Pietro sonrió y se despidió con un
corte de manga antes de sentarse ante la pantalla del ordenador. Sus ojos se
quejaron por obligarles a trabajar de nuevo, pero les obligó a aguantarse. Por
fin a su grupo le habían permitido publicar en un medio importante sus razones
por las cuales la retirada de la categoría de planeta a Plutón era una pantomima,
y tenía que esforzarse al máximo. Llevaban años luchando por hacerse oír,
y no podía desaprovechar esa oportunidad.
Estaba concentrado redactando sus conclusiones cuando sonó el teléfono. Lo ignoró, sería la ex mujer de Gianni para
acordar la hora a la que les llevaría a Ales a casa. Pero entonces una sacudida
de hombros lo sacó de su ensimismamiento. Resultaba que al otro lado del
teléfono se encontraba su abuela, y necesitaba hablar sin falta con él.
-¡Que viene Mussolini!
Salió del coche limpiándose el
sudor con el antebrazo, que usó también para escudarse del sol. Había tenido
que pedir el día libre y conducir durante dos largas horas, pero por fin había
llegado a ese pueblo perdido de la mano de dios. Se acercó hacia la puerta
esquivando varios adornos de jardín tirados de cualquier manera, y presionó con
fuerza el timbre.
Miró de nuevo hacia el jardín,
preocupado. No le gustaba nada lo que veía. Como nadie le abría timbró de
nuevo, y entonces sintió algo rozando sus tobillos. Se agachó y cogió en brazos
a un viejo gato, negro como la noche. Cuánto tiempo hacía que no veía al pesado
de Ossimoro. Lo besó en la cabeza, sonriendo por las cosquillas que le hacía el
contacto del corto pelaje contra los labios, y lo soltó en cuanto empezó a revolverse.
Evocó el día que su abuela lo había
acogido. Les había permitido a él y a su hermano ayudarle a elegirlo entre
media decena de cachorros abandonados. Hacía doce años ya... Había sido él quien
había señalado a Ossimoro, porque parecía el más pequeño de todos, y su abuela
le había permitido cogerlo. Luego ella le había puesto ese horrible nombre,
después de que la dueña les dijese que el animal era sigiloso y ruidoso, y de
que su abuela les explicase lo que era un oxímoron. Es que ni al propio gato le
había gustado, pero a cosas como esa te tenías que resignar si eras la mascota
de la afamada novelista Francesca Biancci.
Y hablando del rey de Roma, ahí
estaba. Pero la trajeada, aseada y elegante escritora que sobrevivía en la mente
de Pietro ya no era tal. No, ante él se encontraba una anciana despeinada,
vestida apenas con una especie de tela blanca atada a modo de toga y una
escopeta en las manos apuntando a su cara.
A Pietro le costó unos segundos
asimilar lo que estaba pasando, y entonces levantó los brazos, asustado, y le
pidió que bajase el arma. Su abuela lo observó un instante con la mirada
perdida, y bajó la escopeta con naturalidad. ¿De dónde demonios había sacado su
abuela esa dichosa arma?
-Perdona hijo, pensaba que eras
Mussolini. Han dicho en el parte que vuelven los camisas negras, vamos entra,
que tenemos que escondernos.
No volvió a casa hasta bien entrada la noche. Agotado, saludó a la pequeña Ales con un beso en la frente mientras Gianni la
arropaba, y a él le prometió que le contaría lo que había pasado después de
ducharse. Así que cerró el pestillo, abrió grifo y se dejó caer en el suelo,
con la espalda apoyada en la bañera. Necesitaba recomponerse antes de contar
todo a Gianni, últimamente estaba muy estresado con su trabajo y no quería que
soportase aún más cargas sobre sus hombros.
No podía asimilar que la mujer que prácticamente lo había criado se hubiese visto reducida a… A una loca anciana vestida con una sábana bajera que dejaba sus partes bajas al aire mientras se protegía con una escopeta robada de la segunda venida de Mussolini. No, es que no podía ni… Tenía que hacer algo por ella. Le debía todo.
Le había enseñado a leer, a escribir, a
opinar y a pensar, le había animado a que no dejase la universidad cuando llegaron los
malos tiempos, a no rechazar a Gianni a pesar de la existencia de la de
aquellas llorona Ales. Ella le había descubierto Plutón, maldita sea. No creía
que hubiese sido astrónomo si no hubiese sido por haber estado a su lado
mientras escribía El canto de las
estrellas. Aquella mujer había cimentado sus sueños, su vida entera, su
felicidad. Y ahora era ella quién lo necesitaba, y no sabía
qué hacer.
No salió del baño hasta que se
aseguró de que no era evidente que las lágrimas se habían paseado por su
rostro. Y cuando lo hizo, se encontró a Gianni al otro lado, con la bata puesta
y una taza en la mano. Y se lanzó a sus brazos. El cálido y cariñoso abrazo del
hombre que amaba era justo lo que necesitaba, y eso fue lo que recibió. Pietro
no fue capaz de hablar, únicamente necesitaba sentir que no estaba solo, y
Gianni lo sabía. Tampoco le hizo falta decirle nada, había deducido exactamente
todo lo que estaba pasando.
-Cariño, no pasa nada, puede
venirse con nosotros –le susurró al oído.
Esta vez, en lugar de usar el brazo
para protegerse del sol necesitó un paraguas para cubrirse de la lluvia. Miró
hacia el coche para echar un vistazo a Gianni y a Ales a través de los
empañados cristales, e imaginó que ese borroso gesto en la cara de su pareja
era una sonrisa de apoyo. Les había pedido que esperasen ahí, no quería asustar
a su abuela, y mucho menos tener a la niña cerca si volvía a estar armada.
Timbró un par de veces, pero nada.
Ni siquiera apareció Ossimoro, como solía hacer. Qué raro. Giró el pomo y, afortunadamente, la puerta cedió, así que se sumergió en la oscuridad de la
casa. Tendría que haber ido antes, no esperar al fin de semana, así habría ido
con luz solar y no tendría que andar a tientas en la oscuridad tanteando las
paredes por unos interruptores que no encontraba.
No tardó en escuchar los maullidos
de Ossimoro y se dispuso a seguirlos. Seguramente le estaría pidiendo comida a
su abuela o algo, y por eso ninguno de los dos había aparecido. Pietro la
llamó, pero el gato era el único que le respondía. Por fin encontró el
interruptor del pasillo, pero no funcionaba. Bombillas fundidas, seguramente.
Su vista se había adaptado un tanto a la oscuridad, así que ya podía intuir que
estaba llegando a la cocina, de dónde llegaban los maullidos de Ossimoro.
El golpe que se dio contra el suelo
fue cuanto menos curioso. No había visto las dos sillas apiladas
horizontalmente en la puerta de la cocina, y se había caído de bruces contra
las frías baldosas. Su abuela debía de haberlas puesto como barricada para
protegerse de Mussolini.
Se levantó, dolorido y con cuidado,
mientras seguía hablando a la anciana sin respuesta. Esta vez dio con el interruptor sin problema,
y una tenue luz bañó la cocina. Le costó asimilar lo que tenía ante él. La gran
Francesca Biancci se encontraba tendida sobre el suelo, vestida con una blanca sábana
bajera que no cubría ni la mitad de lo que debería, bañada por la sangre que
brotaba de una abertura en su cabeza, que reposaba contra el zócalo contra el
que debía haberse golpeado al caer. Debería haber ido antes, lo sabía...
Y Pietro lloró. Lloró, y luego
lloró otra vez. Notó como el móvil vibraba en su bolsillo, pidiéndole a gritos
que llamase a Gianni para que le dijese que estaba pasando. Pero se limitó a
enviarle un mensaje diciéndole que esperase en el coche. Y siguió llorando. Sabía
que debía llamar al 112, pero no podía permitir que su abuela fuese recordada
así.
Así que, todavía sumergido en un
mar de lágrimas, y después de mandar unos cuantos mensajes a Gianni para
tranquilizarlo, cogió un viejo traje y un peine de la habitación de su abuela, concentró
todo el cariño que sentía por ella en sus manos, e hizo lo que creía correcto.
No pudo salvarla, pero le debía algo. Le debía todo. Y aunque ya no estuviese
allí, era una deuda que no olvidaría jamás.
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"Recordamos su amor cuando ya no pueden recordar."
Anónimo
Anónimo
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