Palabras: Bosque, Microchip, Nietzsche, Sótano, Facebook
-Tío, ¿seguro que quieres seguir
por aquí?
Zar asintió. Los adoquines podían
estar destrozando su silla de ruedas, pero le daba igual, era el camino más rápido
y tenía prisa. Dani volvió a preguntarle, y Zar se giró y le respondió a las
malas que se dejase de gilipolleces y apurase. Iría él solo, pero era consciente
de que empujado por su amigo llegaría más rápido sin incidencias. Dani suspiró
y obedeció, sabía lo cabezón que podía llegar a ser.
Zar sintió un escozor en la base de
su cuello. Se rascó con ganas, aunque enseguida supo que no iba a calmar el picor. Siempre tenía esa sensación cuando se
comportaba como un imbécil, cómo si un microchip bajo su piel le avisase que
era hora de dejarse de tonterías.
El microchip tenía razón, sabía que
su amigo se preocupaba mucho y que solo lo decía por su bien. Por algo era la
única persona, además de su madre y Amalia, a la que dejaba que llevase su
silla. Para él era algo muy íntimo, era como si fuese una extensión de su
cuerpo, y no consentía que cualquiera la tocase. Iba a disculparse con él,
pero entonces se dio cuenta de que ya estaban en su portal, y se olvidó de todo excepto de lo que le había llevado allí.
Vísteme despacio que tengo prisa no
era un refrán, era una ley de la termodinámica. En su vida había tardado tanto
en abrir el portal, subir en ascensor y entrar en su piso. Zar ignoró las
toneladas de folios y libretas que abarrotaban todo mueble habido y por haber,
y dejando a Dani hablando a las paredes de como su amigo debería empezar a ser
más ordenado, rescató su portátil de una prisión de borradores escritos a lápiz.
El “bosque de papel” lo llamaba su
madre cuando iba de visita. O más bien, “ese puto bosque de papel” acompañado
de “a ver si lo ordenas de una maldita vez, que da vergüenza entrar aquí”. Pero
bueno, ella sería muy buena filósofa si quería, pero no tenía idea de cómo
funcionaba la mente de un escritor. Y si el necesitaba plasmar todas su ideas
en papel, oler a lápiz recién afilado y arrugar con sus manos todas las ideas
que no llegaban a buen puerto, lo necesitaba y punto.
Como todo ese día, encender el
ordenador no podía ser más lento. Primero le llegaba la invitación a Facebook,
la veía en su móvil y cuando iba a entrar en su perfil para comprobar si era
él, se acababa la batería. No pasa nada, el bus pasa en nada y en 20 minutos
estás en casa y lo miras. Pero obviamente lo perdían por unos segundos, y
perseguir un bus cuesta abajo con silla de ruedas no es tan buena idea como
parece. Así que 45 minutos de caminata y de espera. Y subiendo.
Dani le preguntó cómo iba la cosa,
y él lo mandó callar bruscamente. Otra quemazón por parte del microchip, pero
ni se inmutó. Contraseña, navegador, Facebook. Ya casi estaba. Y entonces sus
dedos se pusieron a temblar como locos, un sudor frío apareció en todo su
cuerpo de la nada. Nunca había estado tan nervioso. Y tampoco tan indeciso.
No era capaz de moverse. Tuvo que
cerrar sus manos en puños para intentar calmarse, para que sus dedos se
relajasen por un momento. Sus ojos pasearon por la pantalla del ordenador,
deteniéndose en su foto de perfil, en el nombre que había sobre ella.
Zaratustra Huang. Sí, ya nacías castigado si tu madre era una de las mayores
expertas en la vida y obra de Friedrich Nietzsche.
Sus ojos no querían dejar de
inspeccionar la forma de la letra Z, de mirarla de arriba abajo, pero tampoco
podían evitar desviarse a la parte superior de la pantalla, donde un blanco
número 1 le indicaba que alguien quería ser su amigo. Su cerebro intentaba
ordenar a sus dedos que se moviesen por el touchpad y llevasen al cursor hacia
él, pero el puño no quería abrirse ni dejar de temblar.
Entonces sintió como unas manos se
posaban en sus hombros, masajeándolos para infundirle ánimos, y como la grave
voz de Dani le decía que se relajase, que no pasaba nada. Dios, ni Harry Potter
lo habría hecho mejor. Sus nervios pasaron a un segundo plano, el sudor frío
desapareció, su respiración volvió a la normalidad y por fin pudo abrir sus
manos. Así que con una agarró la de Dani y la otra tomó posesión del touchpad y…
Zar estaba tendido sobre la cama, boca
arriba, sin ser capaz de dormir. No soltaba el móvil, estaba esperando a que
Amalia saliese del trabajo y lo llamase. Tenía tanto que contarle… Sostuvo el
teléfono sobre sus ojos, cerrándolos un momento por el contraste de la
brillante pantalla y la habitación a oscuras. Le dio al símbolo del teléfono y,
marcó una M para que saliese el contacto de su madre.
Debería llamarla, comentarle lo que
había pasado. Pero no podía, ella le había mentido, no se merecía que la
llamase así. Y no era simplemente la mentira, sino que siempre había confiado en ella, nunca había dudado de su palabra. Cómo había dicho su querido Nietzsche, "No que me hayas mentido, que ya no pueda creerte, eso me aterra". Ahora ya no podía confiar en ella. Ahora necesitaba gritarle, reñirle, hacerle sentirse mal por lo que había hecho. Pero en ese momento los nervios, la confusión y la indecisión
no dejaban emerger la ira necesaria para ello. El móvil se le cayó de las manos
en cuando empezó a vibrar de repente, dándole un golpe en la mandíbula.
Zar emitió un quejido, lo recogió
rápidamente y atendió la llamada. En un principio tenía pensado contárselo con
calma, pero en cuanto escuchó ese suave acento ceutí preguntando si estaba bien, todo salió de su interior a mil
quilómetros por hora, acompañado de quejas, sollozos y gritos a partes iguales.
Tras horas al teléfono, le dio el mismo consejo que Dani antes que ella. Que
hablase con su madre. Zar respondió colgando la llamada y arrojando con furia el teléfono a los
pies de la cama. Volvió a sentir el microchip echándole la bronca.
Sí, estaba claro que su novia tenía razón, lo sabía. Pero no quería admitirlo.
Zar estaba hipnotizado por la pequeña llama
titilante prendida en esa vela con aroma a vainilla y soledad. Intentaba poner
en orden sus pensamientos mientras esperaba a que su madre saliese de la cocina,
pero era muy difícil. Nunca se había enfrentado a una situación así, y no tenía
ni idea de cómo se hacía. El amarillo y naranja del fuego se iban transformando
poco a poco en su mente. Una camiseta roja, unos pantalones rojos, una cara con
unos ojos rasgados que evocaban a los suyos propios. Unas letras blancas que
conformaban el nombre Zhang Wei a la derecha de la fotografía. Un mensaje que
le había costado horas abrir…
El sonido de unas zapatillas
arrastrándose sobre el parqué le hizo despertarse de sus ensoñaciones. Se giró
y se encontró cara a cara con su madre, que le ofrecía una humeante taza de
café. Mientras ella le contaba cómo le había ido la semana, la mente de Zar
divagaba por el apartamento. Si su hogar era un “puto bosque de papel”, el de
su madre era un “sótano de mierda”. De hecho, estaba seguro de que había
sótanos menos austeros y más iluminados que ese ático en el que ella vivía.
Pero bueno, a una mujer que llamaba Zaratustra a su hijo no se le podía pedir
mucho más, ¿no?
-Sé que mi padre no está muerto –sentenció
Zar, interrumpiendo la anécdota de su madre.
La sonrisa de la mujer desapareció
enseguida, al igual que el color en su cara y el control de su cuerpo, cuyas
manos dejaron que la delicada pieza de porcelana que sostenían se hiciese
añicos contra el suelo. Pero a ninguno de los dos les importó el tostado
líquido sobre el suelo del sótano, sólo tenían ojos el uno para el otro. La
mirada fría y sumergida en ira de Zar luchaba contra los ojos asustados y
sorprendidos de su madre, que no tardaron en rendirse. El microchip de su
cuello parecía querer causarle quemaduras de tercer grado, pero lo ignoró de
nuevo. Necesitaba esto.
Unos tartamudeos en lo que parecía
cantonés intentaron encontrar el sentido en los labios de su madre, pero no fueron
capaces. En cambio, el enfado y la confusión de Zar sí que consiguieron encontrar
la salida desde su garganta. Se sucedieron lo que al escritor le pareció una
eternidad de críticas, insultos, quejas, odio, confusión, cientos de emociones
distintas de las cuales no recordaba el nombre, todas vertidas sobre esa mujer
inmóvil y llorosa que se encontraba sentada en frente de él.
El microchip escocía como nunca le
había escocido, y finalmente se dio cuenta de que tenía que hacer una pausa,
con los ojos rojos y húmedos por la rabia y las lágrimas. El sudor frío volvía
a bañar sus manos, que temblaban sin parar, pero ni de lejos tanto como las de
su madre. La mujer se agarraba con fuerza a la silla, haciéndola temblar como
si un terremoto de magnitud 7 sacudiese los cimientos de ese austero y poco
iluminado sótano. En ese momento se dio cuenta de que había roto algo frágil
dentro de su madre, pero no había vuelta atrás. Lo sentía por el dolor que le
estaba, causando, pero no quería más mentiras, no quería más secretos.
-¿Y bien mamá? ¿En serio no tienes
nada que decir?
-No lo sabía.
El microchip se apagó de repente.
Se había sobrecargado de emociones, esa respuesta era algo que su mente no
podía asimilar. Ahora el tartamudo era Zar. ¿Qué decirle? ¿Qué había hecho?
Dios mío, ¿cómo podía ser tan estúpido?
-Mamá, yo…
Deseó estar en la seguridad de su
bosque de papel en ese momento. Allí no habría sido tan estúpido, allí no se
habría ganado que se mereciese que le arrancasen la piel a tiras. Su madre
debería devolverle todo lo que le había dicho, debería hacerle pagar cada
grito, cada lágrima injustificada. Pero solamente le pidió una cosa.
-Cállate cariño, y abrázame, por favor.
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"Los que más han amado al hombre le han hecho siempre el máximo daño."
Friedrich Nietzsche
Friedrich Nietzsche
Si alguien se ha dado cuenta, sí, Amalia es ésta misma. En el momento en el que tenga las palabras adecuadas, intentaré completar su historia, que quizás esta chica tenga mucho que contar.
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