miércoles, 22 de febrero de 2017

Los verdaderos monstruos

Temática: Homosexualidad

Palabras: Amor, Cáncer, Sexo

Komi se limpió la sangre con cuidado, aunque apenas sentía dolor. Ya estaba más que acostumbrado, no era el primer cliente que le daba un puñetazo después de pagarle. Imaginaba que era algo que hacían para demostrar que a pesar de todo eran muy varoniles o algo por el estilo. Había aprendido a las malas que no valía la pena defenderse, incluso aunque el hombre no fuese más fuerte que él. Así que cada vez que eso pasaba, cerraba los ojos, encajaba el golpe y se dejaba caer, para prevenir llevar alguno más.

Se agachó sobre el raído colchón que podía presumir de ser el único mueble de esa ruinosa cabaña, si es que podía siquiera llamarla así, en la que vivía y encontró con facilidad un pequeño mechón que se había encargado de arrancar de ese último cliente mientras lo hacían. Le había oído a peligro en cuanto había entrado, así que no había dudado. Sacó de su vieja mochila una calavera de buitre, cogió un poco de celo y la giró.

En la parte interior del cráneo se alojaba una mata de cabellos pertenecientes a clientes violentos que había conocido a lo largo del último año, y a ellos se unió un inquilino nuevo. Rezó para sí mismo una oración a Mawu, pidiéndole que le diese su merecido, y sonrió con pesar. Según sus padres la diosa no escucharía a alguien como él, y quizás tenían razón. Pero no podían culparlo por intentarlo.

Bueno, poder podían. No le extrañaría nada. Eres un cáncer le había dicho su madre. Un cáncer para esta familia. Ojalá pudiésemos curarnos de ti. Y lo habían hecho. Se habían curado de él, efectivamente. Lo habían extirpado como un tumor. Y ahora vivía en una chabola construida por el mismo en la zona más pobre de Lomé, prostituyéndose en las sombras con hombres como él. Bueno, no como él. Ellos seguían viviendo una mentira, teniendo hijos con mujeres a las que no amaban ni deseaban, todo por evitar caer en desgracia, ser temidos, ser odiados. Y lo comprendía perfectamente.

En Togo era ilegal ser como él. Tres años de cárcel y una multa que no muchos podían pagar. Sin hablar de la parte en que para el resto de la sociedad te convertías en… Dejabas de ser una persona. Eras como esa mierda que se quedaba pegada en tu zapato y restregabas en la arena violentamente para deshacerte de ella. Bueno, para sus padres él no era una mierda no. Era un cáncer. No sabía qué era mejor, la verdad. ¿Pero qué más daba ya?

¿Y era feliz? No. No tenía apenas dinero, no tenía casa, no tenía familia, no tenía amigos. Vivía de los miembros que se dejaba meter o metía. Oye, podía presumir de ser uno de los pocos prostitutos de Lomé que no era seropositivo por lo menos. De momento. Gracias a ello podía permitirse cobrar un poco más. Pero tampoco notaba mucho la diferencia. Un poco de maíz y arroz más a la semana, poder reemplazar alguna oxidada cacerola, pero no lo suficiente como para cambiar esa chabola por un techo que no amenazase con caerse sobre su cabeza cada vez que el viento era un poco fuerte.

Pero no le importaba no ser feliz. Tampoco lo era antes. Vivía en una mentira, y se preparaba para vivir en otra. Y había dicho basta. Había rezado a la diosa porque su familia lo comprendiese, pero no. Pero había resistido. Por lo menos no se lo habían contado a nadie. Le habían escupido, le habían insultado, le habían echado de casa y le habían pedido que no volviese. Pero no lo habían delatado. No sabía si por amor o por vergüenza, pero algo era algo. 

Los primeros meses en las calles habían sido muy duros, encontraba algún trabajo aquí y allá pero no ganaba lo suficiente como para mantenerse. Hasta que había conocido a Alifatou. No sabía cómo lo había hecho, pero aquella mujer había descubierto con solo una ojeada lo que era. Se le había acercado en el mercado, y no le había hablado como si fuese un cáncer ni una mierda. Tampoco como si fuese su igual, todo había que decirlo. Para ella era un cacho de carne. Un chico joven, de buen ver, sin nada que perder y para el que cualquier mejoría era ganar. Y lo más importante, le gustaban los penes. Eso era lo que ella necesitaba. Resultaba que en Lomé no eran tan pocos como creía los hombres que buscaban algo prohibido como él.

Poco después había perdido su virginidad. La televisión y los libros lo habían criado para perderla en una historia de amor, pero él lo había hecho por dinero. Y Alifatou la había vendido bien. Ella se llevó la mitad, pero aun así le llegó para ganarse una habitación en la casa de su nueva jefa. Le había enseñado como venderse y como buscar clientes, como tratarlos, como no enfermar y como no ser detenido. Aunque pareciese mentira, aquellos habían sido los mejores años de su vida. Pero aunque Alifatou le había enseñado como no enfermar, era algo que ella había aprendido demasiado tarde. Y la enfermedad se la había llevado ya un par de meses atrás. Oficialmente había sido una neumonía, pero sabía perfectamente que el culpable había sido el sida.

Y al quedarse sin Alifatou se quedó sin hogar. Así que tuvo que hacer de esa cochambrosa construcción en la que solía quedar con sus clientes, su nuevo hogar. Por lo menos ahora se quedaba con todo el dinero que hacía por vender su cuerpo, así que en unos cuantos meses más, quizás podría permitirse algo mejor. No todo estaba perdido.

-Madre mía.

Komi entonces se dio cuenta de que llevaba muchísimo tiempo hablando y se disculpó. Pero el hombre que estaba ante él le dijo que no pasaba nada. Que le había encantado escucharlo. Además, él había preguntado. Emmanuel era uno de sus clientes más antiguos, y uno de los pocos que lo trataba con cariño. Pero nunca habían hablado de nada más que de dinero y de posturas. Hasta ese día. Emmanuel se había dado cuenta de que vivía allí, y le había preguntado por qué. Y Komi podría haberle dicho simplemente que no era asunto suyo, como le había enseñado Alifatou. Pero había algo en sus gestos, en su forma de hablar, que le había hecho sentirse seguro. Y lo había soltado todo. Daba gusto.

Un par de semanas después, Emmanuel aparcó su motocicleta junto a la refinería en la que trabajaba, pero recorrió a pie los dos kilómetros que lo separaban de la cabaña de Komi. Normalmente intentaba ir solamente cada varios meses, pero la historia de la última vez… Le había dejado con ganas de más. Y no de sexo, sino simplemente de verlo. De hablar con él. De tener a alguien con quien compartir ese lado oscuro de su vida, ese secreto del que ni Adzo ni los niños tenían la más remota idea. Incluso le había preparado un plato de koliko, sabía que llevaba años sin probarlo y esperaba que le hiciese ilusión.

Quizás si hablaba más con él, si lo conocía mejor… Quizás, sólo quizás, aprendería a ser valiente como él. A ser tan especial, tan... ¿Magnífico? ¿Único? ¿Impresionante? Todo eso le definía, y mucho más. Con él también aprendería a aceptarse a sí mismo, estaba seguro. A no vivir por tener demasiado miedo como para quitarse la vida, sino a vivir porque se lo merecía. Porque no era un monstruo. Porque si lo era, eso significaría que alguien como Komi también lo era. Y eso era imposible. Eso sí que sería antinatural.

Tan antinatural como lo que se encontró al llegar. La bolsa con el koliko hizo un ruido sordo al golpear el suelo. Las náuseas le hicieron vomitar sobre el colchón, pero volvió a mirarlo. No podía dejarlo así. No se lo merecía. Jamás podría describir el estado en el que se encontraba Komi… Lo que quedaba de él. Quiso convencerse de que algo, quizás un chacal o una hiena, había llegado de alguna forma imposible a la zona pobre de la ciudad en busca de comida. Quizás algún perro callejero. Pero sabía que no. Eso lo habían hecho personas. Alguien había descubierto lo que hacía Komi allí y había corrido la voz y… 

No volvería a pasar. Lo prometía  ante todos los dioses de esa ciudad. El suyo, Alá, Mawu, quién hiciese falta. Ni uno más. No sabía cómo, pero ni uno más. Komi no había muerto en vano. No había vivido en vano. No iba a permitirlo. Detendría a los monstruos que habían hecho eso, a los verdaderos monstruos que asolaban el mundo a su paso, quiénes habían arrebatado a la humanidad a alguien único. Y a todos los que hacían posibles tales barbaridades una y otra vez. Oh sí, los detendría. O moriría en el intento.


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"Mi criatura no tiene la culpa de venir a un mundo injusto, donde desde el principio no hay cabida para ella." 
Gloria Elena Espinoza Padilla

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