martes, 4 de abril de 2017

Come, reza, calla

Palabras: Gato, Monja, Fantasma, Mansión, Barril

Birutė se bajó del coche en aquel pueblecito a las afueras de Vilna, y se abrigó todo lo que pudo con la fina chaqueta de lana que llevaba. Se despidió del conductor, agradeciéndole que la acercase hasta su destino. Ojalá tuviese algo de dinero con el que pagar su buena voluntad, pero sus únicas pertenencias eran las prendas que llevaba puestas, y un par de baratijas que no ocupaban ni la mitad del espacio de su bolsa de mano.

Protegió sus claros ojos del sol con el dorso de la mano, y su boca se abrió de par en par al ver la inmensa y antigua mansión que se erigía ante ella. La escasa decena de casas que la rodeaban palidecían en comparación con la señorial construcción, que se antojaba como un recuerdo de épocas pasadas que se negaban a dejarse olvidar. Su nuevo hogar, quizás durante unos meses, quizás durante el resto de su vida.

Se acercó lentamente a la entrada, entre miedo, asombro, nerviosismo y admiración. No había timbre alguno, así que se dispuso a golpear la madera con sus nudillos, cuando esta se abrió de repente. Se llevó una mano al pecho del susto, pero disimuló rápidamente al ver a las dos figuras embutidas en sendos hábitos que la examinaban con sus miradas serias, grises y, sobre todo, frías.

-Birutė Kulėšiūtė, ¿verdad? -preguntó la más anciana de las dos mujeres.

-Sí.

-Adelante entonces. -respondió la otra, apenas unos años más joven que la anterior, con una sonrisa que aunque intentaba transmitir calidez, no lo conseguía en absoluto.

El convento podría haber sido tan majestuoso y señorial como lo era su fachada, pero era demasiado sobrio y sombrío como para conseguirlo. Las monjas se presentaron. La mayor era Sor Viktorija y la menor, Sor Jurgita. Ellas serían las encargadas de ayudarla a adaptarse a su nueva vida, y a, o eso deseaban, demostrar que había encontrado su vocación, y un lugar entre ellas y junto a dios.

Horas después, Birutė se dejó caer en la austera cama de su aún más austera celda. Había pasado la tarde visitando el convento, rezando, conociendo a algunas de sus solemnes y espeluznantemente aletargadas futuras hermanas, y rezando más aún. No llevaba ni veinticuatro horas, y ya estaba arrepintiéndose de haber optado por esa farsa. Pero no tenía otra opción, era eso o vivir en la calle. Era más sencillo fingir total adoración a un dios en el que apenas creía que morirse de frío en las calles lituanas. Y lo más importante, menos permanente. O eso esperaba.

Una semana después, Birutė repitió la escena en su celda, pero esta vez el repiqueteo de unas campanas provocó que se incorporase nada más acostarse. ¿Qué demonios? Abrió la puerta, y se encontró a las monjas correteando de un lado para otro, eso sí, con total solemnidad, como siempre. La joven vio a Sor Viktorija y le preguntó qué había pasado, pero no obtuvo respuesta alguna. Intentó preguntar a otras hermanas, pero todas se limitaron a mirarla, a hacer el gesto de la cruz y a seguir su camino. Birutė, confusa, las siguió.

Todas se dirigían hacia la capilla, en silencio, algunas al borde del llanto. No entendía nada. Afortunadamente, Aušra, una de las pocas novicias del convento, se acercó a ella, y se lo explicó. Acababan de recibir la noticia de que la Madre Teresa de Calcuta había fallecido, y las monjas adoptarían el voto de silencio durante un mes en su honor. Solamente podrían romperlo con plegarias. Birutė suspiró. Ya le ponía bastante de los nervios el frustrante silencio que la rodeaba, como para que pasase eso. Miró a Aušra, asintió con la cabeza y la acompañó a rezar a la capilla.

Los días siguientes parecían empeñados en convencer a Birutė de que no había sido ni de lejos una buena idea ingresar en el convento. Quizás estaría mejor en la calle. Rezar, comer, hacer sus labores, rezar, comer y volver a rezar. Y ni siquiera estaba segura de que a sus murmullos ininteligibles en latín se le pudiese llamar rezar. El resto del tiempo tenía que dedicarse a contemplar, y rezar más, de paso. Aušra y las otras novicias se habían acabado uniendo al voto de silencio también, y por ende, ella tuvo que hacer lo mismo, ya que no tenían con quién hablar excepto por las paredes.

Una tarde le pareció escuchar el eco de una voz y, harta ya de tanto silencio, la siguió. Le daba igual quienes fuesen, solo necesitaba mantener una conversación o se volvería loca. Pero cuanto más se acercaba, más extraña le parecía la voz. Primero se dio cuenta de que no hablaba en lituano. Poco después, de que ni siquiera era humana. Se trataba del maullido de un gato. Resignada, entró en la habitación de la que provenía. El gato seguiría siendo mejor compañía que cualquiera de esas hermanas silenciosas, incluso cuando hablaban.

Pero no había tal gato. No había nadie vamos. Ni siquiera los maullidos, que se habían detenido en cuanto había abierto la puerta. Ante ella se encontraba lo que parecía una bodega en desuso, con un par de barriles tirados de cualquier manera, un tapiz polvoriento y una silla que no parecía muy estable. Negándose a admitir que habían sido imaginaciones suyas, Birutė miró detrás del tapiz, dentro de los barriles, incluso debajo de una raída alfombra. Pero nada. ¿Se lo habría imaginado? ¿Se había vuelto loca ya? 

-¿Qué buscas?

Birutė se giró, sobresaltada. Y al verla se sobresaltó aun más. Nunca había visto a nadie tan… Dios mío. Esos ojos, esa piel de porcelana, esa voz… La joven con el hábito de novicia repitió la pregunta, y Birutė fue incapaz de contestar. Seguía con la boca y los ojos abiertos de par en par, sin poder creérselo. Madre del amor hermoso, ¿cómo es que no había visto a esa chica antes? Cuando por fin fue capaz de articular palabra, con las mejillas al rojo vivo, le dijo que nada, que le había parecido escuchar a un gato, pero debían haber sido cosas suyas. La joven rió. La primera risa que escuchó desde que había llegado al convento, y la más perfecta que había oído en su vida. Estaba a punto de derretirse.

La novicia le contó que no tenían por qué ser imaginaciones suyas. Parecía ser que a varias hermanas les había pasado lo mismo a lo largo de los años, habían escuchado los maullidos de un gato en las entrañas de la mansión, lo habían buscado como locas, pero nada. Algunas comentaban por lo bajo que se trataba de un espíritu, el fantasma de la mascota de la familia que vivía allí antes de convertirse en un hogar para las hijas del señor. Birutė asintió, pero realmente apenas le había hecho caso. Estaba ocupada intentando que sus latidos retornasen a su ritmo original, temiendo que se le saliese el corazón del pecho.

Se dio cuenta de que la joven se había callado y la estaba mirando, extrañada. Normal, claro, teniendo en cuenta que una desconocida la estaba observando fijamente en silencio. Birutė se ruborizó aún más, se disculpó y mintió con nerviosismo, diciendo que era la primera vez que oía hablar a alguien otro idioma que el latín en los últimos días, y la había sorprendido. La novicia la creyó, sonrió y se presentó. Se llamaba Laima. Birutė hizo otro tanto y trató de estrecharle la mano con torpeza, pero Laima no levantó la suya. Birutė la retiró, avergonzada. Había olvidado que al fin y al cabo estaba en un convento, aunque esa chica no fuese la personificación de la solemnidad como las otras monjas.

Las dos jóvenes se sentaron sobre los barriles vacíos y siguieron charlando. Birutė por fin se sintió cómoda, teniendo a alguien con quien hablar de verdad. En apenas unos minutos se dio cuenta de que Laima podría hacer que su estancia allí valiese la pena. Quizás, y solo quizás, incluso si tenían que quedarse allí de por vida. Pero tampoco quería hacerse ilusiones. De todas formas, acababa de conocerla.

Los minutos se convirtieron en horas, y Birutė se dio cuenta de que se iban a perder los rezos vespertinos. Se lo estaba comentando a Laima cuando de repente lo volvió a escuchar. El maullido. Miró a la novicia, y esta la miró a ella. También los había oído. Birutė le dijo que esperase un momento y salió corriendo. Un par de minutos después, volvió a la bodega con un viejo y flaco gato negro en brazos, que intentaba resistirse como podía a su agarre. No estaba loca, ni había ningún fantasma. Pero Laima ya no estaba. Birutė la llamó, pero la única respuesta que recibió fueron los bufidos del gato, que fueron ensordecidos de inmediato por unas sonoras campanadas. Maldita sea, las oraciones. Laima debía de haberse adelantado, ya que recibían una buena reprimenda si llegaban tarde.

Birutė dejó al gato en el suelo y se fue corriendo hacia la capilla. Buscó entre todas las mujeres allí reunidas, pero ni rastro de Laima. Qué raro. Quizás no la estaba viendo entre tanto hábito, o quizás se había librado de rezar. Parecía bastante sigilosa, tenía que preguntarle cómo lo hacía. La buscó por todas antes de ir a dormir, pero ni rastro de ella. Cuando se cruzó con Sor Viktorija le preguntó por ella, aunque no esperaba respuesta alguna. Pero parecía ser que la pregunta la había sorprendido lo suficiente como para romper su voto de silencio.

-¿Es alguna clase de broma?

-No, ¿por?

-Porque la única Laima que he conocido aquí falleció hace un año.

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"Manejar el silencio es más difícil que manejar la palabra." 
Georges Clemenceau

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