Palabras: Examen, San Pepe, Trump, Lentejas, Unicornio
Las lentejas se atragantaron en la
garganta de César cuando escuchó la noticia, y se puso a toser como loco
mientras la voz de la subinspectora Villalobos preguntaba confusa desde el
teléfono qué demonios le pasaba. Rónald le golpeó la espalda hasta que dejó de
toser, y con lágrimas en los ojos y fuego en las mejillas, César volvió a
prestar atención a su móvil tras tomar un largo trago de agua. Sí, había
entendido las órdenes, allí estaría. En cuanto colgó, César suspiró con
impotencia, y Rónald le cogió de la mano para tranquilizarlo.
-Papi, no quiero que vayas a San
Pepe.
César sonrió con pesar. La manía de
Lluvia de llamar San Pepe a San José siempre conseguía sacarle una sonrisa,
aunque no tuviese gana ninguna de hacerlo. Fernanda acarició la cabeza de la
pequeña y César le contestó que volvería antes de que se diese cuenta. Cruzó
una mirada con Fernanda, pero ninguno dijo nada. Rónald entonces entró en la
cocina con Elísabet en brazos y los gemelos correteando tras él, y César
aprovechó para escabullirse mientras los otros dos daban el desayuno a los
niños.
Se puso el uniforme azul con
parsimonia, mientras rezaba que pasase algo, cualquier cosa, que le impidiese
ir allí. Pero sabía que no iba a ser. “Yo tampoco quiero ir a San Pepe, cariño”,
querría haberle dicho. Pero solo tenía siete años, no quería preocuparla. No
quería decirle que iba a hacer algo que odiaba.
Que iba a proteger a la persona que ponía en peligro la existencia misma de
su familia, que ponía en peligro todo en lo que creía.
La presidenta Eugenia Soler
Gelmírez, o la Trump de Costa Rica, como la llamaban coloquialmente, daría en
la capital su primer discurso oficial tras ganar unas reñidas elecciones. Y a
él, como miembro de las Fuerzas Públicas, le correspondía participar en la
seguridad del evento. Aunque la detestase, aunque la temiese, aunque lo primero
que pensó en cuanto vio los resultados electorales fuese hacer las maletas y cruzar la
frontera, cualquier frontera, antes de que imitase a su tocayo y levantase muros en ellas.
Rónald se acercó a él por detrás y
le ayudó a colocarse el cinturón antes de darle un cariñoso abrazo. César se
giró repentinamente y lo besó en los labios. Lo siento, dijo en cuanto se separaron. Ambos
tenían claro que no se refería al beso.
-No tienes que disculparte, es tu
trabajo.
Los dos bajaron las escaleras,
donde Fernanda les esperaba con los críos. Ella se acercó a César, lo besó y le
susurró al oído que todo iría bien, que no
pasaba nada. Pero sí que pasaba. La abrazó por la cintura y echó una
ojeada a sus hijos. Lluvia cogía en brazos a Elísabet como podía, mientras
Nirel y Derek se peleaban, como siempre. La primera tenía los ojos de Fernanda,
la segunda, los de Rónald, los chicos, los suyos. Pero todos tenían algo en
común. Todos eran una bendición para los tres. Una bendición que la mujer para
la que trabajaba ahora llevaba toda su vida luchando por impedir.
-Papi, no quiero que vayas a San
Pepe.
“Ojalá te hubiese hecho caso cariño”,
pensaba César mientras cubría las tres horas que había en coche desde Limón a
la capital. Las manos le sudaban, los ojos le picaban y las sienes le
palpitaban. Se sentía como si estuviese en algún tipo de examen, nervioso,
inseguro, asustado. Y en parte así era. Un examen en el que demostrar si
valoraba más su trabajo o sus creencias. Un examen que si no fuese porque había
cuatro niños a los que mantener, no le habría importado suspender.
Aún no entendía como esa mujer
podía haber ganado las elecciones. Nadie lo entendía. Apenas seis años atrás, cuando
el verdadero Trump había sido proclamado presidente de Estados Unidos, todos
los ticos habían estado de acuerdo en que era una locura. Y lo mismo cuando fue
reelegido. Y cuando apareció esa mujer, cuando fueron evidentes sus
similitudes, César pensó que no tenía ninguna oportunidad. Ni se había
preocupado. Pero enseguida Soler demostró de lo que era capaz, que podía hacer
creer a medio país que los unicornios existían y se alimentaban de arco iris si
ella quería. Y tras el recuento de votos, los unicornios invadieron Costa Rica,
y homosexuales, indígenas, nicaragüenses, jamaicanos, mulatos, asiáticos, todos se
levantaron al día siguiente con miedo, porque ahora eran el enemigo. Su propia
familia era el enemigo.
-Papi, no quiero que vayas a San
Pepe.
Las palabras de Lluvia resonaban en
su cabeza mientras observaba desde su puesto como la presidenta vendía unicornios
a una alborotada muchedumbre. La mitad de ellos la animaban, la otra mitad la abucheaban,
pero sus gritos se mezclaban de tal forma que todos sonaban igual. A César le
encantaría estar ahí abajo, sosteniendo pancartas de protesta, luchando por un
futuro mejor para sus hijos. Pero tenía un trabajo que hacer, por mucho que le
pesase.
Patrullaba con el agente Velázquez
en las cercanías del recinto cuando se fijó en algo. Un extraño brillo
parpadeante procedía de una de las ventanas de un edificio cercano. Sospechoso.
Cogió los prismáticos para verlo mejor. Una figura borrosa, con algo que
parecía un fusil en las manos, apuntando hacia el escenario. Bajó rápidamente
los prismáticos, y miró al agente Velázquez. No se había dado cuenta.
Podía callarse. Podía callarse y
dejar que el francotirador tuviese éxito. Nadie le echaría la culpa a él, no
personalmente. Nadie sabría nada, y quizás el país se librase de un futuro que
daba miedo, de esos unicornios aterradores que pastaban por doquier. Tal vez se convirtiese en una mártir, pero podía arriesgarse. Podía
dejar morir a esa mujer que detestaba, que ponía en peligro todo lo que tenía.
Podía suspender ese examen que le estaba haciendo temblar como si tuviese el
síndrome de abstinencia, podía dejarlo e irse. Podía estar asegurando un país
mejor, un país más seguro para miles y miles de personas. Solo tenía que dejar
morir a una persona que era la manifestación de la peor de sus pesadillas. Solo
eso.
Vio como una bala reventaba el cráneo de Soler. Como caía sobre el escenario, con un manantial de sangre brotando sin cesar desde su cabeza. La gente gritaba asustada. El caos asolaba Costa Rica durante unas semanas. Pero al final se acababa. Su familia permanecía unida, y de la misma manera, muchas otras. Nada de deportaciones, nada de prohibiciones. Lluvia, Nirel, Derek, Elísabet, los cuatro crecían en un lugar seguro, los cuatro se convertían en lo que fuese que quisiesen convertirse, sin miedo, sin temer a esos unicornios que ni recordaban que habían sido liberados por el país. Nada de muros, nada de miedo infundado, nada de enemigos. Sí, ese era el futuro que deseaba, y lo único que debía hacer para salvaguardarlo era callarse.
Vio como una bala reventaba el cráneo de Soler. Como caía sobre el escenario, con un manantial de sangre brotando sin cesar desde su cabeza. La gente gritaba asustada. El caos asolaba Costa Rica durante unas semanas. Pero al final se acababa. Su familia permanecía unida, y de la misma manera, muchas otras. Nada de deportaciones, nada de prohibiciones. Lluvia, Nirel, Derek, Elísabet, los cuatro crecían en un lugar seguro, los cuatro se convertían en lo que fuese que quisiesen convertirse, sin miedo, sin temer a esos unicornios que ni recordaban que habían sido liberados por el país. Nada de muros, nada de miedo infundado, nada de enemigos. Sí, ese era el futuro que deseaba, y lo único que debía hacer para salvaguardarlo era callarse.
-¡Agente Velázquez coja los prismáticos, necesito que
compruebe una cosa, rápido!
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"A través de la violencia puedes matar al que oidas, pero no puedes matar el odio."
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Martin Luther King
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